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Dédalo e Ícaro

Hace miles de años, el rey Minos reinaba en Creta, una bella isla del mar Mediterráneo. Un día encargó a Dédalo, arquitecto e inventor, construir un laberinto del que fuese imposible salir. Así lo hizo. En ese laberinto vivió hasta su muerte un monstruo llamado Minotauro, mitad hombre mitad toro, que devoraba seres humanos.

Un día, el rey Minos se enfadó con Dédalo y mandó que fuese encerrado en el laberinto junto con su hijo Ícaro.

Sabiéndose perdidos e incapaces de orientarse en los pasillos y galerías del laberinto, Dédalo discurrió otro modo de salir de allí: saldrían volando.

Dédalo construyó dos pares de alas. Utilizando cera, pegó plumas a las alas y estas a sus hombros y a los de su hijo. Antes de emprender el vuelo, Dédalo advirtió a Ícaro que no volase muy alto porque el sol derretiría la cera de sus alas y caería.

Comenzaron a volar y a Ícaro le gustó tanto que, olvidando el consejo de su padre, se elevó cada vez más. Su padre le llamó desesperadamente para que descendiese pero Ícaro, entusiasmado, no le prestó atención.

El sol era cada vez más fuerte. Ícaro siguió ascendiendo. Sus alas comenzaban a derretirse. El calor aumentaba cada vez más.

Ícaro subió y subió y el sol fundió sus alas. Entonces cayó al mar desde gran altura y se ahogó.


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