ANTÍGONA. CANTO CORAL
Muchas cosas hay admirables, pero ninguna es más admirable que el hombre. Él es quien al otro lado del espumante mar se traslada llevado del impetuoso viento a través de las olas que braman en derredor; y a la más excelsa de las diosas, a la Tierra, incorruptible e incansable, esquilma con el arado que, dando vueltas sobre ella año tras año, la revuelve con la ayuda de la raza caballar. Y de la raza ligera de las aves, tendiendo redes, se apodera; y también de las bestias salvajes y de los peces del mar, con cuerdas tejidas en malla, la habilidad del hombre domeña con su ingenio la fiera salvaje que en el monte vive; y el criado caballo y el indómito toro montaraz, les hace amar el yugo al que sujetan su cerviz.
Y en el arte de la palabra, y en el pensamiento sutil como el viento, y en las asambleas que dan leyes a la ciudad se amaestró; y también en evitar las molestias de la lluvia, de la intemperie y del inevitable invierno. Teniendo recursos para todo, no queda sin ellos ante lo que ha de venir. Solamente contra la muerte no encuentra remedio: sabe precaverse de las molestas enfermedades, procurando evitarlas. Y poseyendo la industriosa habilidad del arte más de lo que podía esperarse, procede unas veces bien o se arrastra hacia el mal, conculcando las leyes de la patria y el sagrado juramento de los dioses. Quien, ocupando un elevado cargo en la ciudad, se habitúa al mal por osadía, es indigno de vivir en ella: que nunca sea mi huésped, y menos amigo mío, el que tales cosas haga.
Sófocles, 496 – 406 a.C
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